"La prensa está descontrolada" .
Esa afirmación la escuché hace unas semanas de boca de un mandamás
de una facultad albaceteña y reconozco que tuve hacer un esfuerzo
para contener la risa. Este hombre intentaba convencer a un grupo de
varias personas de su opinión, sin saber que una de ellas era
periodista. No era plan de interrumpir, por no prolongar la
situación, así que coloqué la sonrisa de circunstancias, mientras
me daba por pensar que seguro que ese erudito, aspirante a censor, es
otro de los que luego se proclaman firmes defensores de la libertad,
el conocimiento y la Constitución. Con golpes en el pecho si hace
falta.
No me lo tomé mal. La opinión no
estaba demasiado argumentada, pero creo que tampoco iba con mala
intención. Además, tengo callo en esas lides y siempre he creído
en los beneficios de la crítica, pero sólo cuando ésta llega
fundamentada o con buenos propósitos. Debemos asumirla y puede
mejorarnos. También la autocrítica, una de las prácticas más
sanas y económicas que podamos desarrollar.
Por ello, puedo ser extremadamente
exigente con el periodismo y cada día me lamento al encontrar lo que
considero auténticas barbaridades, desde el punto de vista de la
deontología, la gramática o el simple sentido común (alguna la he
firmado yo y bien que me ha dolido al darme cuenta).
A la vez, soy uno de los partidarios más convencidos de este oficio, porque creo que el
colectivo lo merece. Con la profesión en la encrucijada, sometida a
múltiples tensiones internas y externas, sigo disfrutando
cotidianamente de grandes trabajos realizados por compañeros. Sólo
es necesario saber buscar y no me hace falta irme muy lejos, porque
los veo cada día en mi entorno más cercano: alardes de inmediatez,
ejemplos de concisión en asuntos espinosos y reportajes con una
imprescindible perspectiva humana. Compruebo en qué condiciones se
han gestado a veces o cómo sus autores han conseguido vencer el
escepticismo al que nos condena este oficio y casi los calificaría
como pequeños milagros.
Hay mucha gente que no lo ve como yo,
quizá porque no quieren verlo. Es totalmente comprensible, pero el
asunto resulta menos agradable cuando se analiza el perfil de
determinados criticones habituales. Ejemplares que dicen
defender la objetividad o la independencia, pero realmente buscan y
propician el cada vez más extendido periodismo de bufanda o
de carné, ese cuyo único
afán es decir exactamente lo que su audiencia quiere oír. Y quien
no lo haga, ya puede prepararse para el bombardeo de lindezas del
tipo 'vendido', 'facha', 'rojo', 'puto merengue' o 'puto culé',
según el caso. Ese suele ser el nivel de argumentación.
Pienso
en algunos perpetradores de esas corrientes de opinión y me vuelve a
dar la risilla. Entre quienes quieren darnos lecciones, encuentro
gurús de la
comunicación que jamás tuvieron que informar de un suceso
desagradable, asesores cuyos méritos se desconocen (deben estar
ocultos tras la puerta de un despacho) o tipos que santifican el horario fijo y
'vuelva usted mañana', de los que nunca han tenido que experimentar
lo que se siente al llegar tarde a casa porque surgió algo
inesperado. Eso por no ponernos a hablar de los anónimos...o de las
partes interesadas que, en ostentación de su hipocresía, te acusan
a ti de serlo.
Mi
mente, cansina ella, suele acompañar cada pensamiento de banda
sonora. Ahora que recapacito sobre esos críticos malintencionados, me
recuerda una tonadilla de Trent Reznor, un talentoso malhumorado que
lanza esta pregunta al aire: ¿morderías tú la mano que
te da de comer?
Crítica
y autocrítica, sí. Siempre y para todos.
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