Junio de 2002. Me
acuerdo perfectamente. Mientras estudiaba para alguno de los exámenes
finales del tercer curso de periodismo, recibí una desagradable
llamada: me dejaba 'tirado' la empresa con la que había acordado
realizar mis prácticas veraniegas allá por Semana Santa. No
recuerdo bien los motivos, pero sí que albergaba pocas esperanzas de
encontrar otro puesto de becario, pues mi universidad ya había
repartido todos los que tenía concertados. Dada mi falta de tiempo y
la distancia, mis padres decidieron echarme una mano y contactar con
medios de Albacete en busca de una oportunidad.
Poco después me
confirmaban que podría incorporarme el 1 de julio a 'La Tribuna de
Albacete'. A posteriori supe que mi padre había dado allí con una
persona que se interesó por mi historia y decidió darme un voto de
confianza. No me conocía de nada ni tenía por que comprometerse,
pues ese diario ya tenía dos becarios contratados (Patricia y Raúl,
buenos compañeros), pero tomó esa decisión y recibió el visto
bueno del director y la empresa.
Esa persona era Carlos
Zuloaga López, un referente del periodismo albaceteño que nos dejó
hace apenas unos días. Y así es, supongo, como un ser humano puede,
sin siquiera pretenderlo, influenciar de forma decisiva la vida de
otros.
Finalmente fueron dos
veranos los que pasé en la redacción del Paseo de la Cuba. Cuatro
meses y unos días que resultaron provechosos, pero también rayaron
en la monotonía durante algunos periodos, cuando se acumulaban
comunicados y ruedas de prensa de escaso contenido. Carlos me sacó
de ella en momentos puntuales. La confianza hay que refrenderla y él
decidió que yo podría encargarme de algunos de los 'temas del día'.
Recuerdo, por ejemplo, las quejas vecinales por un asentamiento de
inmigrantes o el monumental atasco que provocó el corte de la
autovía por las sospechas policiales de que un coche abandonado
podía estar cargado de explosivos. Hubo alguno más y me sentí
privilegiado por poder contar esas historias, que fueron un oasis en
el desordenado estío de un veinteañero con muchas ganas de acción y
que ahora, cosas de la vida, adora la rutina.
También me llevé unas
cuantas curas de humildad, por qué no decirlo, y descubrí que
hablar con una peluquera canina, una socorrista o un artista de
verbenas puede ser mucho más edificante que seguir la actualidad de
la gente trajeada.
En octubre de 2003 me
incorporé a la plantilla de 'La Tribuna', donde he desarrollado toda
mi carrera hasta ahora. Había un hueco en la sección de Deportes,
que necesitaba un refuerzo tras el ascenso del Alba, y me cuentan que
Carlos también tuvo algo que ver en que esa plaza fuera para mí,
pero ya no fue el único (gracias, jefes y compañeros). Desde
entonces han transcurrido casi 15 años de claroscuros (los mismos
que tenía Carlos, como cualquiera de nosotros) y muchos cambios
vitales. Lo pongo todo en la balanza y casi me dan ganas de llamar a
quienes faltaron a su palabra con aquel estudiante y agradecerles el
detalle.
Los compañeros me
contaban muchas historias hilarantes de juergas pasadas, pero cuando
yo llegué casi todos tenían ya muchas obligaciones cotidianas y
nuestra relación prácticamente se redujo a lo transcurrido entre
los paneles y paredes del centro de trabajo. En ese espacio, Carlos
me demostró cada día que era un buen profesional, jefe y compañero.
Podía ser caótico, sí, pero trabajar con él me daba una agradable
sensación de tranquilidad, de que todo iba a estar bajo control.
Tenía cualidades imprescindibles: 'olfato' periodístico, capacidad
de reacción, habilidad para delegar y un sexto sentido para saber
qué iba a gustar al público albacetense (aunque pergeñase algún que
otra portada bien hortera) y gestionar grupos humanos. Encontraba la
palabra adecuada cuando la situación amenazaba con estallar y si era
necesario, recordaba que éste no es un trabajo mecánico. “Esto no
es una fábrica de chorizos”, Zuloaga dixit.
Leo artículos de gente
que lo conoció mucho mejor que yo y reafirman mi opinión: Carlos
era un maravilloso cúmulo de contradicciones. Un hipocondríaco valiente, un
tartamudo locuaz y un tradicionalista moderno, entre otras muchas.
Fue duro ver el final
de su trayectoria. Estar a su lado mientras se hundía, después de
que muchos hubieran empujado para hundirle. Le llamaban 'facha', pero
sus actos constataban que era un firme defensor de la libertad de
pensamiento y expresión, derechos que a muchos no gustan salvo que
se usen para elogiarles. No puedo evitar pensar en que pude portarme
algo mejor con él, que una matutina palmada en el hombro, un
'cuídate, Charles' y algún que otro chascarrillo no eran
suficientes.
Ya he pasado antes por
esto y he visto como pasaban personas cercanas. Sé lo que hay:
hacemos propósito de enmienda, nos convencemos de que la próxima
vez seremos mejores, pero de repente nos golpea la tragedia y nos
damos cuenta de que esas buenas intenciones acabaron una vez más
diluidas en la vorágine del día a día, en la huida de los
problemas y el 'bastante tengo con lo mío'.
Somos humanos y, por
tanto, incorregibles.
No quiero divagar más.
Sólo me puse delante del ordenador para contar que hace unas noches
soñé que Carlos aún estaba con nosotros. Entraba a la redacción
tropezándose, tirando el agua y soltando alguna de sus burradas, las
únicas que conseguían una carcajada unánime. Después escribía un
artículo cojonudo.
Me desperté con una
sonrisa, que no es poco.
Gracias, Carlos. Por
todo, Un eterno abrazo desde la fábrica de chorizos.
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